En 1936, Dale Carnegie
publicó su famosa obra Cómo ganar amigos
e influir sobre las personas. Tal vez este sea el primer best seller mundial de lo que hoy llamamos libros de autoayuda (y uno de los más influyentes). En él, Carnegie aconsejaba al lector: “Empieza con un elogio”.
Parece buena idea. A todos nos gusta recibir elogios. Somos
criaturas frágiles y nos encanta que alguien nos haga saber que le gustamos.
Por eso, los cumplidos son tan importantes en las interacciones sociales. Los
agradecemos, al menos internamente, y solemos reaccionar favorablemente ante quien los emite.
¿Siempre? Pues no. Por mucho que nos guste recibirlos,
sabemos bien que el halago es, posiblemente, la más usada de todas las técnicas
de manipulación. Por eso, si percibimos que los halagos proceden de alguien que
tiene un motivo interesado para hacerlos, simplemente empezamos a dudar de su
sinceridad. Eso hace que, a partir de ahí, pongamos en cuestión todo lo que diga. Hay numerosos estudios
psicosociales que demuestran esta afirmación, desde Edward E. Jones en adelante.
En las relaciones profesionales, hay que andarse con
cuidado. La línea que separa el elogio sincero de la adulación desvergonzada es
muy fina. Si tu interlocutor piensa que “le estás dando coba”, el efecto es
justo el opuesto al deseado: desconfiará de ti. Si no lo crees, haz un sencillo
experimento: observa como reaccionas cuando alguien que intenta venderte algo te
hace la pelota elogiando tu criterio, tu gusto o tu inteligencia. Pensarás,
como recitaba Facundo Cabral, que “el que acepta un halago empieza a ser
dominado; el hombre le hace caricias al caballo pa’ montarlo..." Y, claro, tú no quieres que te hagan eso.
Ahí quería llegar. Lo cierto es que los vendedores tenemos
un serio handicap a la hora de hacer elogios sinceros. Si nuestros halagos se
atribuyen (erróneamente, por supuesto) a motivos relacionados con nuestro
interés, seremos castigados con el desprecio reservado al pelota de la clase. Por
eso, debemos ser sutiles a la hora de repartir elogios y cumplidos en las entrevistas
de venta. No debemos dar la impresión de que estamos dorando la píldora. Si eso
llega a ocurrir, estamos perdidos.
Por supuesto, en ocasiones no queremos ni debemos reprimir
una muestra sincera de admiración o respeto. ¿Qué hacer? Bueno, hay varias fórmulas
posibles:
Haz que parezca un
accidente. Deja deslizar tu cumplido de forma implícita en el transcurso de
la conversación.
- Tú, que eres experto en finanzas, ¿podrías recomendarme un buen libro sobre el tema?
- ¿Estás yendo al gimnasio? Se te ve en buena forma.
- ¿Eres decoradora? Tienes un despacho precioso.
Envía el elogio a través
de terceros. Quieres alabar a Lucía. Pues bien, cuéntaselo a su amigo
Pedro. El otro día estuve reunido con
Lucía. Me impresionó su talento. Hizo
una exposición brillante. Pedro se lo contará a Lucía, que estará encantada
con tu comentario.
Transmite los elogios
de otras personas. El destinatario te lo agradecerá casi tanto como si el
elogio fuera tuyo. Sí, claro que conozco
a Antonio. Precisamente, el otro día comí con él y me habló maravillas de tu trabajo.
Si te impresionan, demuéstralo
expresivamente. Cuando alguien te causa verdadera sensación, deja que la
admiración que sientes se exprese con rapidez
y naturalidad, con el automatismo de un acto reflejo: ¡Guau! ¡Menuda presentación! Has estado increíble.
Elogia con
sinceridad. Esto no es una elección. Si alabas una cualidad que tu
interlocutor no tiene, detectará de inmediato la adulación y adiós.
¿Y si eres tú a quien elogian? Acepta el cumplido y agradécelo.
No quites importancia al elogio recibido, porque se la quitarás también a quien
lo emitió. Si te felicitan, por ejemplo, por tu buen gusto al vestir, no
desprecies el cumplido diciendo: “¿Esto? ¡Pero
si es un traje muy viejo!”. De ese modo, también estás despreciando el
gusto de quien te lo dijo. Y no des las gracias escuetamente. Da valor a la
opinión de quien te elogia: “Eres muy
amable. Muchas gracias por fijarte”.
Refleja, como un espejo, los elogios que recibes y haz que vuelvan al
emisor.
Porque ¿sabes? creo que Carnegie tenía bastante razón.